En la antigua Epopeya de Gilgamesh, considerada la narración más antigua que conservamos, el rey de Uruk emprende un viaje desesperado para burlar a la muerte tras perder a su amigo y quizá amante, Enkidu. Su periplo —lleno de desafíos sobre la tierra y bajo los cielos— termina con una lección amarga: la inmortalidad pertenece solo a los dioses. Han pasado más de cuatro mil años y, sin embargo, ese anhelo persiste. La diferencia es que ahora ya no se busca en templos o pócimas, sino en laboratorios, chips y servidores.
El empresario estadounidense Bryan Johnson (47 años) encarna mejor que nadie esta ambición en versión siglo XXI. Fundador de la plataforma de pagos Braintree —vendida a PayPal por 800 millones de dólares— y de la neurotecnológica Kernel, Johnson destina más de dos millones de dólares anuales a su Project Blueprint, un régimen obsesivamente preciso para revertir el envejecimiento.
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“No voy a envejecer, y mucho menos voy a morir”, asegura Johnson. Su vida está cronometrada al segundo: 8 horas y 34 minutos exactos de sueño, tres comidas idénticas cada día, ejercicio milimetrado, análisis médicos constantes e incluso transfusiones periódicas de plasma. Todo documentado en YouTube y redes, como si su cuerpo fuera un prototipo en desarrollo.
Pero Johnson sabe que ni la dieta más estricta ni el fármaco más avanzado le garantizarán la eternidad. Por eso ha puesto sus esperanzas en la inteligencia artificial. “Tenemos la capacidad de empezar a movernos a sistemas computacionales. Ya existe un ‘Bryan IA’ que ha digerido todo lo que he dicho y es muy bueno”, explica.

Ray Kurzweil, futurista e ingeniero de Google.
Bryan Bedder / Getty
En su visión, este doble digital podría continuar su existencia cuando su cuerpo deje de funcionar. El problema es que, como advierte la filósofa Susan Schneider en The New York Times, “aunque logres copiar todos tus recuerdos y patrones de pensamiento, lo que creas no eres tú, sino un duplicado que cree ser tú”. Una cuestión de identidad que ni la informática ni la neurociencia han resuelto aún.
Johnson no está solo. El futurista Ray Kurzweil, ingeniero en Google, predice que la inteligencia artificial alcanzará la capacidad humana en 2029 y que en 2045 llegaremos a la “singularidad tecnológica”, un momento en el que humanos y máquinas se fusionarán. Kurzweil también habla de “velocidad de escape de la longevidad”: alcanzar el punto en que los avances médicos añadan más años de vida de los que el envejecimiento resta, haciendo la muerte opcional.
En Rusia, el empresario Dmitry Itskov lanzó en 2011 la Iniciativa 2045, un plan para transferir la conciencia humana a soportes no biológicos en cuatro fases: de un avatar robótico controlado por el cerebro a una entidad puramente digital y holográfica. Aunque figuras como el genetista George Church han señalado que la propuesta carece de base técnica sólida, Itskov defiende que “en el futuro, las personas podrán vivir en un espacio digital sin límites”.
Otro enfoque es la preservación física del cerebro para un eventual “despertar” tecnológico. El neurólogo Ariel Zeleznikow-Johnston explicó en The Guardian que ya es posible conservar el conectoma —el mapa de conexiones neuronales— mediante criopreservación o estabilización química. Empresas como Alcor Life Extension Foundation ya ofrecen este servicio por más de 200.000 dólares, apostando a que en el futuro se podrá reactivar la mente almacenada.

Tablilla con la epopeya de Gilgamesh que se expuso en el Museo de la Biblia de Washington – Museo de la Biblia.
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La corriente también incluye voces como Aubrey de Grey, gerontólogo biomédico, quien aseguró en Popular Mechanics que para 2050 “el envejecimiento será una enfermedad curable”. O Ian Pearson, exfuturista de BT, que vaticina que la combinación de genética, robótica y conciencia digital permitirá no solo longevidad extrema, sino vivir en entornos virtuales o cuerpos artificiales.
Pero, a pesar del entusiasmo, la crítica oficial y filosófica persiste. ¿Qué es la conciencia y puede replicarse? Susan Schneider cuestiona si la copia digital de una mente seguirá siendo la misma persona o solo un eco convincente. La identidad, la continuidad del yo, permanece sin resolver. Además, desde el punto de vista social, el riesgo de desigualdad es evidente: estas propuestas, hoy, están al alcance de unos pocos privilegiados.
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Mientras Gilgamesh aceptó finalmente que morir era parte del orden natural, los nuevos buscadores de la inmortalidad rehúsan ceder. Recurriendo a laboratorios, algoritmos o criocámaras, intentan desafiar la muerte en su propia era. Pero por ahora, la inmortalidad digital sigue siendo una narrativa poderosa más que una realidad científicamente probada. Igual que Friedrich Nietzsche escribió que “la ciencia no nos hace inmortales, solo nos hace más precisos”, hoy enfrentamos la pregunta: ¿nos convertiremos en observadores avanzados de lo que somos… o evolucionaremos hacia algo más allá de lo vivo?
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