Hace tres años apareció en nuestras vidas la aplicación ChatGPT, que nos abrió las puertas de la inteligencia artificial (IA). En la redacción de La Vanguardia, donde entonces pasaba yo algunas horas al día, los compañeros más curiosos le pidieron que les escribiera un artículo sobre un tema específico, siguiendo su estilo. Otros no se lo pidieron, creyendo que no estaría a su altura y que, si lo estaba, iban a entrar en crisis existencial. ¿Para qué seguir dedicando esfuerzo a hacer lo que una máquina puede resolver en un pispás?
Hoy la IA ya no es una opción más. Está en todas partes. Empezando por Google, donde desde meses atrás la primera respuesta a la mayoría de búsquedas se nos sirve bajo el epígrafe “Vista creada con IA”. Según un estudio reciente, el 82% de los estudiantes entre 14 y 17 años la han usado ya alguna vez. Algunos acudieron a ella, supongo, buscando ayuda para tareas documentales tediosas. Otros, para que les redactara un trabajo académico entero, en poco tiempo. Algo tentador. Aunque, como todo servicio, tiene su coste. Diferido, pero no menor.

ALEX PLAVEVSKI / EFE
El norteamericano James Flynn, investigador de la inteligencia humana, analizó la evolución del cociente intelectual (CI), y descubrió que en el siglo XX había crecido 30 puntos. Lo cual, según le contaba a Xavi Ayén en este diario el ensayista Juan Villoro –que acaba de publicar No soy un robot– , “es notable si se considera que el CI de un genio roza los 140 puntos”. Hasta aquí la buena noticia. La mala es que ese crecimiento se estancó en los noventa y ha caído dos puntos por decenio desde entonces. Es decir, colectivamente vamos siendo menos inteligentes. O más tontos.
Todo ello guarda relación con la progresiva cesión a las máquinas de tareas que antes confiábamos a nuestro cerebro. No hacemos operaciones aritméticas porque usamos la calculadora. No memorizamos números de teléfono porque de eso se ocupa el móvil. No tratamos de leer mapas porque el navegador del coche nos guía… A medida que la IA extiende sus tentáculos, la inteligencia natural se apoltrona y pierde fuelle.
Magnates y autócratas apuestan por la IA, que puede reducir el intelecto y frenar el espíritu crítico
El naturalista Jean-Baptiste Lamarck acuñó la frase “La función crea el órgano”. Y no le faltaba razón. Por eso los gimnasios están llenos de hombres aumentando su masa muscular y de mujeres reduciendo sus grasas. O viceversa. El cerebro, nos recuerda otra “Vista creada por IA” en Google, no es un músculo, sino un órgano formado por neuronas que regulan sus funciones cognitivas y distinguen a los humanos. Pero, al igual que un órgano, se fortalece con el ejercicio y languidece con la molicie.
Un adulto con un CI aún no muy machacado puede decidir si cede mucho terreno a la IA o no. Un joven nativo digital lo tendrá más difícil. Quizás haya manejado un móvil antes de tener uso de razón. Quizás pase cinco horas al día enganchado a las pantallas. Quizás ignore que, si recurre más a ellas que a la propia reflexión, va a limitar su cerebro.
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Además de una herramienta portentosa, la IA es un gran negocio, por cuyo desarrollo y hegemonía compiten los magnates tecnológicos. Eso les lleva a abrir nuevos mercados. Por ejemplo, el de la IA para niños. La compañía OpenAI ofrece su ChatGPT for Kids . Google ha bautizado su oferta como Socratic AI –¡“socratic”, cuando Sócrates decía que “ser es hacer”!–. Y Elon Musk ha anunciado su Baby Grok. La idea es en teoría proporcionar a los menores ayuda para hacer los deberes, bajo supervisión adulta. Veremos. De momento sabemos ya que un cerebro poco ejercitado en su edad temprana puede generar secuelas de por vida.
¿A quién beneficia el empobrecimiento cerebral colectivo? A los magnates de la IA que se forran con ella, perfilando un futuro orwelliano. Y a autócratas como Trump, manipulador de votantes y enemigo del sentido crítico, que ya está desmantelando del Departamento de Educación. Pero no al conjunto de la humanidad, que ha llegado hasta aquí gracias al desarrollo de su intelecto, y ahora, al descuidarlo, parece a punto de dar la razón a Gobineau: “El hombre no viene del mono: va hacia él”.